Comentario
La inercia cultural y el lógico apego a la tradición propia están en la base de una continuidad que Roma no estorbó con barreras infranqueables, sino que impulsó más o menos deliberadamente. Hubo, por tanto, largas perduraciones de las tradiciones locales, cada vez más fundidas con las romanas, forjadoras unas y otras de un campo en el que germinaron abundantes manifestaciones de mestizaje, de hibridismo cultural y artístico. Quién no recuerda, por ejemplo, los palliati que aparecen en el Cerro de los Santos, el gran santuario ibérico de Montealegre (Albacete). En la línea de las esculturas que a lo largo de años fueron depositando los fieles en el lugar sagrado, todas con un marcado sabor local en el que se advierten, ya algo lejanos y borrosos, los rasgos estilísticos de la mejor escultura ibérica del siglo V, irrumpen en el santuario figuras de parecido saber artístico, pero con vestiduras ya romanas y con letreros en latín. Bastantes cabezas conservadas del mismo lugar tienen la impronta de los retratos romanos, aunque la labra siga estando en la línea tradicional de los talleres que de más antiguo venían trabajado para el santuario.
Es obvio que con el tiempo, y dado el peso de Roma, los efectos de la conquista serían determinantes del resultado final en el proceso de modelación cultural de los pueblos de la España antigua, lo que ha de aplicarse a la producción artística. Fue de consecuencias importantes la nueva orientación, más planificada e intervencionista, impuesta por la política de César y de Augusto, tendente a incorporar decididamente a Hispania a la estructura y a la cultura del Imperio. Las tradiciones locales no es que desaparecieran del todo, y se detectan fenómenos de recuperación y una latencia de lo local en multitud de manifestaciones artísticas, muchas veces reducidas al campo de lo meramente popular, pero durante mucho tiempo emergentes en muchas más cosas que las prácticamente residuales.
Los fenómenos de perduración constituyen un ingrediente principal para explicar el sesgo particular que el arte romano adquiere en Hispania, como en las demás provincias del Imperio, cada una con la situación de partida que implicaba su sustrato cultural propio. Es una forma de perduración la ya comentada continuidad de las expresiones artísticas que poco o nada tienen que ver con los préstamos romanos, con la romanización. Pero interesan más las perduraciones que tiñen o condicionan las producciones de época romana, en las que se reconoce una romanidad de sabor distinto a la originaria, como consecuencia de los añadidos aportados por las culturas locales. La gama de posibilidades es, en esto, amplísima, desde producciones que deben su esencia a la tradición local, apenas barnizada por la, romanización, a lo contrario, a creaciones puramente romanas en las que es difícil reconocer débito alguno con las culturas preexistentes a la conquista.
La investigación actual está poniendo particular empeño en medir en el arte hispanorromano la incidencia de estos fenómenos, porque el establecimiento de balances ajustados entre renovación -o romanización- y perduración, otorga al arte que conocemos de un nuevo valor añadido como documento histórico. Incluso diré que esta renovada corriente de la investigación resulta a menudo apasionante, en buena medida por el reto científico que entraña muchas veces detectar cuestiones de matiz muy difíciles o esquivas, pero que, a cada logro alcanzado, contribuyen a obtener un panorama completamente nuevo respecto de lo que hasta ahora creíamos ver e interpretar.
En cualquier estudio del arte hispanorromano se hace ver cómo acá o allá aparecen manifestaciones de raigambre céltica, ibérica o de otro tipo. Sería imposible hacer aquí una revisión de todo lo detectado en esta dirección, y es, además, una cuestión todavía poco alumbrada si las perduraciones o los indigenismos son más importantes en el arte propio de las zonas menos romanizadas, como se ha supuesto casi siempre, o si las perduraciones son tanto o más acusadas -aunque más veladas a veces y de otro carácter- en las regiones más evolucionadas, las ibéricas y púnicas pongamos por caso, donde el peso de las culturas prerromanas, sólidamente asentadas en formas de vida urbanas, tuvieron una lógica continuidad estructural en tiempos romanos, que se pone de relieve en sus expresiones culturales, y entre ellas, las artísticas. Me limitaré, por tanto, a algunos ejemplos de los tratados en las investigaciones más recientes.
El estudio de la necrópolis romana de Carmona me dio ocasión hace años de comprobar hasta qué punto seguían vivas en esta importante ciudad de la cuenca baja del Guadalquivir la raigambre púnica de sus gentes -o de las más influyentes de ellas-, pasados más de dos siglos de la conquista romana. Porque la necrópolis, la mayoría de cuyas tumbas se fecha entre fines del siglo I a. C. y los comienzos del II d. C, responde a una clara tradición pública, por el tipo de tumba habitual -sobre todo, cámaras excavadas en la roca accesibles por pozos, y fosas rectangulares de cremación- y por el ritual funerario practicado. Me pareció oportuno calificarla de neopúnica. Por otra parte, salpican la necrópolis algunas tumbas monumentales, las que lucen una arquitectura más ambiciosa y mejor arte, que dejan ver clara la impronta de Roma, de la romanización. Destaca en esto la llamada tumba de Servilia, de época augustea, que reproduce una mansión centrada en un amplio patio porticado, a la manera de modelos helenísticos de prestigio, usados también en las esculturas incluidas en el monumento, las únicas de mármol de toda la necrópolis. La tumba de Servilia debió de pertenecer a la elite funcionarial de la Carmona romana y ejemplifica bien la introducción de formas de arte elitista, de signo helenísticoromano, como símbolo de distinción de las minorías dominantes romanas en un ambiente casi genéricamente púnico, o local fuertemente semitizado de antiguo.
El caso de Carmona tiene mayor interés por cuanto no es un hecho aislado, sino expresión relevante de un fenómeno ampliamente comprobado en Andalucía occidental y regiones próximas. En el arte de época romana de este sector de la Bética, sin duda romanizado, afloran múltiples rasgos del fuerte sustrato púnico, que empezó a caracterizar culturalmente a la zona desde los comienzos de la colonización fenicia y se intensificó con la dominación cartaginesa y la conquista de los Barca. Si el arte antiguo tiene en las necesidades de expresión religiosa una motivación principal, no extrañará que la religiosidad y su fortísimo arraigo estén en la base de muchas perduraciones con consecuencias en las manifestaciones artísticas. Y este es el caso de la fuerte perduración de los cultos púnicos y sus manifestaciones artísticas en la Bética romana. La iconografía de Tanit, diosa principal de los cartagineses, puede reconocerse, por ejemplo, en un conocido y polémico relieve romano de Tajo Montero (Estepa, Sevilla). La diosa aparece desnuda, asociada a una palmera y a un arco y un carcaj, dentro de un templete corintio. Reconocida hace tiempo como tal diosa cartaginesa, pensó no hace mucho M. Blech, con buenas razones, que podía tratarse de una representación de Apolo; pero Mª Paz García y Bellido ha vuelto a defender últimamente su identificación con la diosa Tanit, en el marco de una revisión de las manifestaciones iconográficas del mediodía, basándose fundamentalmente en la importante documentación proporcionada por las monedas. En éstas, receptáculo de un arte menor sólo en el tamaño, porque en valor testimonial tiene pocos parangones y suele alcanzar notable calidad, pueden encontrarse claves determinantes de las tendencias artísticas de la Bética púnica. Una de ellas consiste en manifestaciones iconográficas particulares, objeto, además, de una lectura entendible sólo en un ambiente con lenguaje de marcado acento público. La efigie de Herakles en monedas como las acuñadas en la ciudad de Baelo (Bolonia, Cádiz), hacia el siglo I a. C., muestran al semidios a la manera grecohelenística, con la leonté, o casco de cráneo de león, pero con la anómala adición de una espiga de trigo, porque en realidad se trata, no del Herakles griego, sino del Melkart fenicio, de primigenia esencia agraria. Igualmente asociado a las espigas y a otros atributos agrícolas aparece en monedas de Carmo y de otras cecas con la misma raigambre púnica. Por parecidas razones, el Melkart fenicio adopta la apariencia iconográfica del Poseidón clásico en monedas acuñadas en Salacia (Alcácer do Sal), con lo que se subrayaba su condición de dios de la navegación. En cecas del mismo ambiente, algunas efigies de diosas galeadas o armadas que en el mundo grecorromano en general se corresponden con Atenea o Minerva, aquí son representaciones de Tanit. Tiene ésta, además, una abundante proyección iconográfica como diosa frugífera, de la naturaleza, asociada a elementos vegetales, particularmente espigas. A menudo la representación de la diosa se condensa en elementos vegetales sin más, frecuentemente asociados a símbolos astrales o a caduceos, como en las espléndidas emisiones de Ilipa (Alcalá del Río, Sevilla), que ayudan a la interpretación de lo representado como algo más y distinto de una mera alusión a los recursos económicos de la ciudad.
Con esto último se hace referencia a otra forma de expresión artística importante por exclusión, que es la tendencia el aniconismo profundamente arraigado en la tradición semítica feniciopúnica. En el seno de ésta es bien conocida la preferencia por venerar a los dioses bajo la forma de betilo, una piedra más o menos informe, en lo que consistía, por ejemplo, la muy venerada imagen del dios Melkart de su célebre santuario de Gadir/Gades (Cádiz). Tanit y sus hipóstasis próximas también eran veneradas bajo apariencias anicónicas, como se observa en las monedas. Son estas tendencias de sustrato las que explican el hecho de que el santuario a Cibeles y Attis de Carmona, ubicado en su necrópolis neopúnica y conocido como Tumba del Elefante, albergara una imagen de la diosa bajo la forma de un gran betilo, una piedra ovoidea. Fechado el lugar de culto en el siglo I d. C. y claramente incluible entre los efectos de la romanización, la adhesión a la versión anicónica de la diosa, que así era también en origen, se explica mejor por la raigambre púnica de Carmo, pues por entonces en Roma era lo normal representar a la diosa bajo la forma clásica, como una matrona asociada al león y con el tympanon o pandereta y otros atributos.Contamos con una espléndida prueba en las fuentes literarias sobre la perduración de las tendencias anicónicas en la Bética romana hasta tiempos muy avanzados del Imperio. No le será difícil al lector imaginarse un ambiente procesional en Sevilla -para el caso la Hispalis romana-, el desarrollo de una ceremonia callejera y bulliciosa, en la que los fieles de Salambó -diosa siria equiparable a Afrodita o Astarté- recorren las calles de la ciudad, durante las fiestas de las Adonías; llevan en andas o en un paso la imagen de la diosa, y componen un pintoresco cortejo, animado por músicas y danzas, y ocupado, además, en postular para el sostenimiento del culto. Corrían los últimos años del siglo III o los primeros del IV d. C., cuando en una de esas procesiones, Justa y Rufina encontraron la razón de su martirio al negarse a dar culto a la diosa y derribar y romper su imagen en el forcejeo en que se vieron envueltas con sus enfervorizados devotos. El caso es que, en las Actas Martiriales, se dice que las trianeras repudiaron a la diosa con estas palabras: "Nosotras veneramos a Dios, no a este ídolo que no tiene ojos, ni manos, ni pies (nec oculos, nec manus, nec pedes habet"). Sin duda, como propuse hace algunos años, lo que en el paso llevaban era un betilo, una piedra seguramente ovoidea como la de Carmona.
Pero las perduraciones se abren paso también por caminos más sutiles, tanto que difícilmente son aprehensibles en muchos casos. Nada podríamos proponer como más puramente romano que la hermosísima escultura de Venus hallada en Itálica junto al teatro romano. Es una espléndida producción del mejor arte adrianeo, realizada en mármol importado de la isla griega de Paros.La diosa está representada según el tipo de la Afrodita Anadyomene, la diosa recién nacida de las aguas. Hasta aquí nada de particular. Pero extrañó siempre a sus estudios la muy particular iconografía de la diosa, que incorpora detalles insólitos, como la gran hoja que lleva en la mano izquierda, que no es de loto, como se ha supuesto en ocasiones, sino de colocasia; y causaba especial estupor que no tuviese claros paralelos, al basarse en la elección de un tipo extraño para una época en la que se había impuesto, y subrayado por la oficialidad del culto, la versión de la Venus púdica. Le ha dedicado un trabajo reciente Pilar León, gran conocedora del arte romano, y sólo acierta a explicarse los problemas que plantea la soberbia diosa italicense porque no es la Venus romana estrictamente, sino la expresión más monumental -e inesperada si se quiere- de la latencia en la zona del culto a la gran diosa feniciopúnica Astarté-Tanit, asociada o reinterpretada como Venus Marina, según se sabe, entre otras cosas, por un santuario que con esa advocación tenía en la misma Cádiz.